La que no era madre aún, y quizá nunca lo fuera, gemía y se retorcía en el lecho, sumisa, resignada y obediente, intentando parir no solo con el sudor de su frente, sino con puñales que la rasgaban desde dentro, porque Dios así lo quería.
Dos eternos días en que ya los gemidos dejaron de oírse y el dolor y la resignación habían anestesiado a la parturienta.
Las vecinas y familiares iban de la alcoba a la cocina, hablando en susurros, sin atreverse a decir lo que pensaban. Otras rezaban junto a la abuela que no dejaba de santiguarse y de rogar a la santísima virgen.
No hay comentarios:
Publicar un comentario