¿Estamos genéticamente programados para el cariño?
“Blog de Psicología y Psicoterapia: Manuel Vitutia nos regala hoy un poquito de su capacidad de análisis, investigación y síntesis, aderezado de ternura. Y es que la Ciencia no está reñida con el amor.”
De la frialdad al cariño. Breve historia del sentido común.
¿Es aconsejable dar muestras de afecto a nuestros bebés? ¿Qué relación existe entre el cariño materno recibido durante la infancia (o su ausencia) y el equilibrio psicológico en la edad adulta? Hoy en día casi nadie duda de la importancia crucial que el afecto y el contacto físico entre la madre y el bebé tienen para el desarrollo físico y emocional de l@s niñ@s, pero esta visión contemporánea no siempre ha sido la dominante.
Durante los siglos XVIII, XIX y hasta la primera mitad del siglo XX, la idea imperante en los círculos médicos occidentales era que un excesivo contacto físico con el bebé resultaría perjudicial para su desarrollo. La opinión más extendida era que el cariño y el afecto producirían niñ@s débiles, sin voluntad y enfermiz@s. Adicionalmente, si el bebé era varón se afirmaba con rotundidad que el amor materno le convertiría en un afeminado. En realidad esta doctrina se sustentaba en las normas sociales victorianas y en la moral religiosa cristiana, ambas sumamente patriarcales y represivas con el afecto y la intimidad física. Como es evidente, no había nada de empírico ni de científico en estos postulados.
Para cualquier naturalista del siglo XVIII o XIX era evidente que el contacto afectuoso entre una madre y su cría es un hecho constante en infinidad de especies, alcanzando su punto máximo entre los mamíferos. De igual forma, los viajeros, exploradores o misioneros, habían constatado que en muchísimas culturas no occidentales, el contacto entre las madres y sus hij@s era más frecuente, más afectuoso y más prolongado en el tiempo que en occidente, sin que ello hubiera debilitado o arruinado la especie. Sin embargo, ninguna de estas evidencias iba a ser tenida en cuenta por quienes consideraban al Hombre Blanco como creado a imagen y semejanza de Dios y completamente ajeno al resto de razas humanas y especies animales. O dicho de forma más clara: Por encima de ellas.
Siguiendo esta ideología, la educación y crianza de l@s niñ@s se desligó de cualquier aspecto emocional o afectivo. Las instituciones de enseñanza, los hospicios o los pabellones pediátricos de los hospitales se diseñaron para cubrir las necesidades de alimento, higiene, disciplina e instrucción de l@s pequeñ@s. Socialmente se reprobaba dar muestras de cariño a los bebés y entre las clases acomodadas era frecuente que los padres y madres jamás tocaran a sus hij@s y encargaran todas las tareas de cuidado a las amas de cría. Éstas eran aleccionadas para no echar a perder a l@s niñ@s, con demasiadas caricias o atenciones.
Durante la primera mitad del siglo XX, surgieron dos teorías psicológicas irreconciliables que dominaron el panorama académico: El psicoanálisis y el conductismo. Pero por motivos diferentes, ninguna de las dos estaba en situación de cambiar mucho las cosas.
Psicoanálisis: La represión es el objeto de la educación
El psicoanálisis, por un lado, hundía sus raíces ideológicas en la moral victoriana y patriarcal vienesa del siglo XIX, y a pesar de sus postulados escandalosos en cuanto a las motivaciones humanas, no llegaba con intención de variar las pautas educativas, el papel de la mujer, ni las concepciones del maternaje.
Uno de los postulados centrales del primer psicoanálisis, el de Freud, era que l@s niñ@s tienen profundos instintos y sienten violentos deseos sexuales que dirigen hacia sus progenitores. Esta sexualidad infantil no podía entenderse cualitativamente como la sexualidad adulta, sino más bien como un impulso hacia la satisfacción física centrada en los distintos procesos corporales (como la alimentación o la evacuación); sin embargo, la imagen de un bebé con fuerte impulso sexual, que alberga sentimientos de atracción hacia uno de los progenitores y de furiosos celos hacia el otro (complejos de Edipo y Electra), no iba a ayudar mucho en la legitimación moral de patrones de crianza centrados en el contacto físico y el afecto. ¿Quién se sentiría cómod@ abrazando a un hijo o hija que cree que le odia o le ama de forma cuasi-erótica o teme ser castrado como castigo por sus incestuosos deseo? Y es más ¿sería esto conveniente? ¿Y apropiado? ¿Y moral?
El psicoanálisis supuso una profunda revolución sobre la visión del ser humano cuyos ecos alcanzaron todas las facetas culturales, desde el arte hasta la filosofía, pero en el campo de la educación y la crianza su posición fue obstinadamente conservadora. Aunque Freud nunca articuló una teoría unitaria y coherente sobre la educación y la crianza, sí expuso su opinión al respecto a lo largo de toda su obra. Especialmente reveladora es su libro: Cinco Psicoanálisis. Caso del pequeño Hans. Análisis de la fobia de un niño de cinco años. Para Freud, la principal función de la educación era la represión de los instintos del niño o la niña y su ajuste al principio de realidad. Para él, existen dos fuerzas a tener en cuenta en la acción educativa: La dimensión natural o biológica del bebé (que busca satisfacer sus instintos y necesidades, buscar el placer y escapar del dolor) y la dimensión social o limitadora (que tiene que reprimir al niño o niña para hacerlo encajar en los patrones sociales y morales).
Para Freud, por tanto, la principal función de la educación era impedir la expresión de las tendencias espontáneas y libres del bebé, y para ello el método más valioso es la prohibición. La prohibición alcanza para el psicoanálisis el estatus de esencia de la acción socializante. De esta forma, la represión no es algo anexo o colateral en la educación, sino su centro, su razón de ser. Y en lugar de atribuir a la crianza y a la educación la función de ayudar, facilitar o guiar en el desarrollo y maduración del ser humano, le asigna un papel estrictamente disciplinario: Poner límites, reprimir los deseos y castigar por las infracciones son el camino que llevará a conseguir un ser humano debidamente reprimido y adaptado a la moral y costumbres de la sociedad.
Con este trasfondo ideológico, las muestras de cariño y afecto pasan a ser conductas indeseables a reprimir. Puesto que la función educativa es coartar los impulsos y fuentes de satisfacción naturales del bebé, y en vista de que el mayor impulso y fuente de satisfacción de un recién nacido es buscar el amor y la ternura de su madre, es precisamente ese tipo de conductas el que debe ser reprimido con contundencia. Satisfacer al bebé en su búsqueda de cariño y cercanía física le alejaría del principio de realidad y crearía a un ser humano inadaptado a la estricta moral victoriana de la época.
Sin embargo, un discípulo de Freud llamó la atención sobre un hecho preocupante.
René Spitz: “¡Devuelvan el bebé a su madre!”
René Spitz era un médico de origen austriaco que tras conocer a Freud y formase como psicoanalista, desarrolló una importante carrera profesional a lo largo de varios países. Uno de los intereses centrales de Spitz era la infancia, concretamente el primer año de vida, y los factores que incidían en el desarrollo emocional y afectivo de los bebés. Él fue el primero que utilizó la observación como método de estudio de la infancia y la aplicó no sólo a niñ@s enfermos, sino también en los que estaban completamente sanos.
Spitz reparó en un hecho que marcó a partir de entonces sus investigaciones: La mortalidad de los bebés hospitalizados que eran separados de sus madres era estadísticamente mucho mayor de la esperada, especialmente cuando l@s niños habían sido ingresados tras haber establecido ya un vínculo afectivo con sus madres. Spitz descubrió que esta mortalidad empeoraba en relación con el cariño o el desprecio impersonal con que las enfermeras trataban a l@s niñ@s. Es decir, por más que los bebés fueran debidamente alimentados, aseados y medicados, si eran tratados fríamente, sin ninguna muestra de afecto, ni siquiera con el tono de voz, la tasa de fallecimientos era anormalmente alta.
Spitz descubrió que los bebés así tratados, mostraban un cuadro similar a la depresión adulta, que incluía pérdida de la expresión facial, desaparición de la sonrisa, completo mutismo, pérdida de apetito, insomnio, pérdida de peso y retardo en las capacidades psicomotoras. Si la separación de la madre era breve (menos de tres meses) los síntomas parecían completamente reversibles: Bastaba con entregar el niño o la niña a su madre para que el cuadro remitiera con rapidez. Sin embargo, si la separación se prolongaba por más tiempo, los síntomas se agravaban, la tasa de mortalidad crecía y las consecuencias se volvían irreversibles: L@s niñ@s parecían quedar completamente incapacitados de forma permanente para entablar vínculos afectivos apropiados, limitación que no remitía tras la salida del hospital, ni en los años siguientes.
Spitz llamó a este síndrome, Hospitalismo y su investigación supuso una seria advertencia acerca de la importancia del vínculo afectivo entre la madre y su criatura. Una vez que el vínculo se había formado, una ruptura prolongada de éste era virtualmente fatal: Muchos bebés se dejaban literalmente morir y el resto jamás alcanzaba una normalidad psico-afectiva.
El amor de la madre era un puntal sobre el que descansaba la salud mental adulta.
Los trabajos de Spitz llamaron fuertemente la atención en círculos médicos y psicológicos y muchas instituciones hospitalarias cambiaron radicalmente el trato que daban a l@s niñ@s ingresados. Al mismo tiempo, la obra de Spitz fue el germen del que nacería, más adelante, la moderna concepción de apego.
Conductismo: Las máquinas no necesitan amor
El conductismo, a diferencia del psicoanálisis, no surgió de los salones de la alta burguesía y aristocracia vienesa, sino de los laboratorios de experimentación médica. El precursor de esta corriente fue el fisiólogo ruso Ivan Pavlov, Premio Nóbel de Medicina en 1904, que durante sus estudios sobre el sistema digestivo se topó con un hecho curioso: Los perros con los que estaba experimentando comenzaban a segregar saliva en cuanto veían a los investigadores que habitualmente les alimentaban. Pavlov, en su célebre serie de experimentos, demostró que podía conseguir que los perros comenzaran a salivar ante cualquier estímulo que se hubiera asociado a la comida, tales como campanillas, luces, timbres o metrónomos. A raíz de este descubrimiento fue surgiendo toda una teoría sobre la conducta, fuertemente marcada por la idea de que la asociación entre estímulos y la utilización de recompensas o castigos era el elemento principal para comprender y modificar el comportamiento humano.
Nacido de los laboratorios, el conductismo rechazó con virulencia cualquier disciplina, acercamiento, conocimiento o método que no se adaptara férreamente al paradigma experimental. Debido a esta limitación, muchas dimensiones humanas quedaron fuera del foco de investigación. Siguiendo la tesis de que sólo los comportamientos observables y medibles en el laboratorio podían ser objeto de estudio, el conductismo más ortodoxo negaba la importancia de los pensamientos o el lenguaje en la explicación de la conducta humana. Semejante punto de partía convertía al ser humano en una especie de máquina respondiente programable, lo que aplicado al tema de la crianza podía resumirse así: Lo único que se necesita para criar y educar a un ser humano equilibrado es cubrir todas sus necesidades biológicas, controlar los estímulos a los que se le expone y dispensarle las recompensas y castigos adecuados para que su conducta se ajuste a lo deseado. El mayor psicólogo conductista de todos los tiempos B. F. Skinner, llegó a rechazar el término psicólogo y se autocalificó como Ingeniero del Comportamiento.
El cariño, la atención y el afecto adquirían así un papel meramente instrumental, es decir, que podían ser utilizados como recompensas en la programación de la conducta. Su papel no era ni mucho menos central y la capacidad de estos para modificar la conducta siempre sería menor que la de la comida o el agua. El cariño entre una madre y su cría (humana o no) había pasado a convertirse en un medio para moldear la conducta; no era un fin en sí mismo.
Aunque el conductismo en ningún momento negó explícitamente la importancia del afecto en la crianza, y desde luego jamás afirmó que el contacto con los bebés fuera pernicioso, su interés estaba muy alejado de estos asuntos. Sin embargo esto no evitó que los problemas comenzaran a llegarle desde otras disciplinas, como la zoología o la etología, que estudia el comportamiento espontáneo de los animales en su hábitat natural.
Una de las tesis centrales del conductismo era que todas las conductas, sin excepción, eran aprendidas; O dicho de otra forma, que no había nada innato en el ser humano, nada que no pudiera ser moldeado por la crianza; los bebes nacían como pizarras en blanco sobre la que podía escribirse cualquier cosa, conforme a las Leyes y Ecuaciones descritos por la naciente Psicología del Aprendizaje: La conducta podía ser modificada, tanto en seres humanos como en animales, lo que permitía que una rata pudiera ser entrenada para pulsar una palanca dispensadora de comida y que un niño pudiera ser educado como si fuera barro fresco.
John B. Watson, el psicólogo norteamericano fundador del conductismo, lo expresaba de forma contundente en uno de sus pasajes más célebres:
“Dadme una docena de niños sanos para que los eduque, y yo me comprometo a elegir uno de ellos al azar y adiestrarlo para que se convierta en un especialista de cualquier tipo que yo pueda escoger -médico, abogado, artista, hombre de negocios e incluso mendigo o ladrón- prescindiendo de su talento, inclinaciones, tendencias, aptitudes, vocaciones y raza de sus antepasados.”
“Psychology as the behaviorist views it”. John B. Watson
La frase era desde luego una exageración y el propio Watson así lo reconocía; sin embargo sí es una buena muestra del optimismo que los conductistas sentían con su capacidad para explicar y modificar el comportamiento humano. Por primera vez, la psicología se sentía en disposición de formular las Ecuaciones Generales de la Conducta, algo así como las Leyes de Newton que regían el mundo de la Física.
Sin embargo, este optimismo simplificador pronto se toparía con la compleja realidad. Al adoptar como premisa teórica que todos los comportamientos eran aprendidos, es decir, que toda conducta se aprendía tras el nacimiento, el conductismo cerraba los ojos ante multitud de hechos que contradecían radicalmente este postulado.
La impronta: Konrad Lorenz y sus hijos los patitos
Cualquiera que haya contemplado el nacimiento de un ternero habrá comprobado que no necesita ser enseñado por nadie para poder encontrar la ubre de su madre; tampoco una cría de macaco rhesus requiere de ningún aprendizaje para agarrarse con firmeza al cuerpo de la madre y no soltarse de ella, pase lo que pase. De la misma forma, los pollos de codorniz recién salidos del huevo se están completamente quietos y agazapados en el terreno, sin que nadie les haya explicado que eso es lo más conveniente para su supervivencia. Hay una multitud de ejemplos, pero un caso concreto sacudió los pilares del conductismo.
Konrad Lorenz era un zoólogo y etólogo austriaco que desde niño había sentido fascinación por los patos, los gansos y las ocas. Aunque inició su formación en medicina, dedicó la mayor parte de su vida a estudiar el comportamiento de los animales en su hábitat natural. Lorenz, como tantas personas antes y después que él, había observado que los pollitos de estas aves nada más romper el cascarón, echan a andar detrás de la madre. La imagen de una hilera de pequeñas ocas siguiendo a la madre oca es probablemente familiar para todo el mundo; pero Lorenz reparó en que cuando los gansos, patos u ocas, no encontraban a la madre al nacer, seguían a la primera figura que encontraran, con tal que fuera más grande que ellos y se moviera. Así, el propio Lorenz se convirtió en la madre de muchas generaciones de patitos.
Las imágenes del Konrad Lorenz seguido por una hilera de gansos u ocas recién nacidos son célebre en los manuales de psicología y etología; también aquellas en las que aparece trabajando en su despacho y rodeado de multitud de patos adultos; o aquellas otras en las que nada en un lago mientras algunas ocas lo hacen a su alrededor: Una vez que los pollitos habían establecido el vínculo con él mostraban una tendencia inquebrantable a seguirle allí donde fuera. Lorenz llamó a este fenómeno Impronta e hipotetizó que tenía un importante valor adaptativo: Para poder sobrevivir, lo mejor que puede hacer un patito recién nacido seguir a su madre. Y ya que la madre será probablemente la primera figura en movimiento que vean, la programación genética está orientada hacia ello: Seguir a la primera figura en movimiento que ven al nacer.
Los trabajos de Lorenz agrietaron seriamente la idea de que toda conducta es aprendida: ¿Quién enseñaba a los patos a seguir a su madre por el campo? ¿Quién enseñaba a las ocas a seguir a Lorenz hasta su despacho? El concepto de impronta, entendida como un vínculo entre la madre y su cría, entraba en colisión directa con los postulados conductistas. Y a medida que fueron acumulándose las investigaciones y los experimentos de los etólogos, fue más innegable que había conductas que no eran aprendidas, sino innatas.
El apego, la búsqueda de cercanía y contacto físico entre una madre y su cría, era una de ellas y tenía un importante valor de supervivencia. Este hecho, unido a los trabajos de René Spitz en las maternidades, sugería que el cariño en el proceso de crianza no sólo es lo natural y deseable, sino lo necesario.
Harry Harlow: ¿Qué prefiere un monito, comida o cariño?
¿Qué prefiere una cría de monito? ¿Leche en abundancia o una madre suave y cálida a la que abrazar? Y más aún ¿cómo les afectaría a los monitos recién nacidos el ser privados de su madre?
Entre los años cincuenta y sesenta, dos psicólogos estadounidenses formados en los paradigmas teóricos del conductismo, Harry Harlow y Margaret Harlow de la Universidad de Wisconsin, llevaron a cabo una serie de experimentos encaminados a dilucidar la importancia del contacto físico entre madre y cría, el contacto social con otros miembros de la especie y sus efectos sobre el comportamiento adulto. Descontentos con algunas de las explicaciones de la psicología del aprendizaje conductista y estando al corriente de los trabajos de Spitz, Lorenz y de los autores británicos que comenzaban a formular las Teorías del Apego, el matrimonio Harlow diseñó un paradigma experimental en el que exponían a pequeños macacos rhesus a distintos tipos de crianza
Un grupo de monitos fue apartado de sus madres nada más nacer y criado durante 3 meses sin tener ningún contacto con ningún miembro de su especie. Su única compañía eran las llamadas madres sustitutas. Las madres sustitutas eran muñecos de alambre o felpa, con un cierto parecido en tamaño y forma a una hembra de rhesus. Algunas de estas madres sustitutas proveían alimento a través de un biberón insertado a la altura de lo que sería el pecho.
Cuando pasados esos 3 meses los monitos eran introducidos junto con macacos criados con sus madres, los bebes aislados sufrieron problemas severos de adaptación, mostraron dificultad para entablar relaciones sociales con sus congéneres y algunos murieron al negarse a ingerir alimento; sin embargo, en general, la mayoría acababa por adaptarse.
Muy diferente era el resultado cuando el aislamiento duraba más tiempo. En este caso las consecuencias en los monitos eran devastadoras. Los monitos que estuvieron 6 meses privados del contacto materno real nunca llegaron a tener un comportamiento normal: Se mantenían siempre aislados, no eran capaces de jugar con otras crías y hacían gestos extraños, como abrazarse a si mismos y dar muestras de un terror exagerado ante hechos no amenazantes. Cuando llegaban a la adolescencia estos monos eran mucho más agresivos y asustadizos, mostrando toda su vida un comportamiento más inestable, violento e impredecible.
Cuando el aislamiento alcanzaba los 12 meses (el equivalente a 6 años en un bebé humano), los monos, sencillamente, no interaccionaban jamás con el resto de miembros de su especie. Su comportamiento en general oscilaba entre los síntomas humanos de la depresión (tristeza, poca actividad, nulo contacto social…) y la esquizofrenia (posturas extrañas, mirada perdida, conductas estereotipadas y en ocasiones comportamiento claramente psicóticos, como asustarse de sus propias manos o pies a las que acababan por morder).
A medida que avanzaban los experimentos, los investigadores descubrieron que la conducta y esperanza de adaptación de los monitos era diferente en función del tipo de madre sustituta que hubieran tenido. Los monitos que se habían criado con una madre de alambre eran más inestables, agresivos y reacios al contacto social; las crías que habían tenido una madre sustituta de felpa tenían mejor pronóstico: Eran menos agresivas y temerosas, se adaptaban mejor al contacto con los miembros de su especie y, en general, su grado de alteración era menor.
En vista de ello, el matrimonio Harlow decidió dar a las crías la oportunidad de elegir el tipo de madre sustituta, introduciendo en las jaulas una madre de alambre con biberón en el pecho y otra de felpa que no daba ningún tipo de alimento. Si las teorías conductistas eran correctas, los monitos deberían mostrar más interés por las madres de alambre (con leche) que por las de felpa (sin comida). Esto sería así cumpliendo las leyes de la psicología del aprendizaje, según las cuales un estímulo que da algún tipo de refuerzo (como una malla de alambre con un biberón) se convertiría para los monitos en favorito frente a otro estímulo sin ningún refuerzo (un muñeco de felpa que no provee de comida). Por el contrario, si las observaciones y teorías provenientes de etólogos como Lorenz o de testimonios como los de Spitz eran los correctos, los pequeños rhesus preferirían a las madre de felpa aunque no les proveyeran de comida. Esto sería así suponiendo la existencia de un vínculo de apego innato de los monitos hacia sus madres; y, en caso de no existir madre real, como en el caso de los patitos de Lorenz, hacia cualquier figura que tuviera algún tipo de parecido con ellas: Suaves, cálidas y abrazables.
Los resultados no dejaron lugar a dudas: Los monitos preferían a las madres de felpa, se agarraban a ellas y pasaban así la mayor parte del tiempo; únicamente se alejaban de ellas para mamar del biberón de la madre de alambre. Y en muchos casos posponían el momento de ir a comer, preferían comer menos y hacían malabarismos para acercar la boca hasta la tetina sin soltarse de la madre de felpa. Cuando los Harlow privaron a los monitos de sus madres de felpa, estos cayeron en el mismo estado que Spitz había descrito en los pabellones pediátricos: L@s pequeñ@s se hundían en un estado de absoluta angustia, abandono y depresión.
Llegando aún más lejos, los Harlow decidieron estudiar los efectos en una segunda generación de macacos y el descubrimiento resultó aún más inquietante: Cuando las hembras que habían crecido sin madre se convirtieron ellas mismas en madres, se comportaron de forma fría con sus crías, aunque esta afirmación se queda extremadamente corta para lo que realmente sucedió: Las madres abandonaban físicamente a l@s pequeñ@s, los ignoraban, no los alimentaban, los agredían, mordían y golpeaban contra el suelo de la jaula y en muchas ocasiones llegaron a matarlos. Huelga decir que los l@s monit@s supervivientes de estas madres también se convertían después en adultos violentos, insociables, trastornados y terroríficos progenitores.
Las conclusiones eran evidentes: Para los monitos era más importante el amor maternal que la comida; incluso aunque ese amor maternal fuese en realidad un muñeco de felpa. Y, cuando ese amor faltaba, los monos adultos se convertían en insociables, violentos, inestables y temerosos.
La Teoría del Apego: John Bowlby, el niño infeliz que se puso manos a la obra
John Bowlby tenía buenos motivos para interesarse por la felicidad de los niños. Había nacido en el Londres de principios de siglo, en el seno de una familia adinerada y aristocrática que seguía las pautas educativas de su época y clase social: El pequeño John sólo tenía contacto con su madre una hora al día, después de la hora del té; su educación y cuidados corrían a cargo de una niñera que, cuando John tenía cuatro años de edad dejó de trabajar para la familia, provocándole el mismo dolor que hubiera causado la pérdida de una madre. Para empeorar las cosas a los siete años ingresó en un internado, lo que acabó por marcar su personalidad y su interés por el sufrimiento de la infancia.
John Bowlby estudió psicología y medicina y orientó toda su carrera hacia el estudio del desarrollo emocional en l@s niñ@s, centrándose especialmente en aquellos menores difíciles, delincuentes o que mostraban problemas de adaptación. Encontró que había un patrón común que podía seguirse en las observaciones de Spitz sobre el Hospitalismo, en los reveladores experimentos de Harlow y en los estudios que iban llegando cada vez con más frecuencia del campo de la etología. Especialmente importante para él fue la obra de Lorenz, que le orientó en lo que sería su mayor aportación al campo de la psicología: La Teoría del Apego. Sin embargo, Bowlby también se guió por su propia experiencia como niño profundamente carente de afecto, con sus estudios sobre menores desadaptados y con sus observaciones acerca del sufrimiento de los niñ@s que eran hospitalizados a edades muy tempranas.
Siguiendo todas estas influencias y experiencias, hipotetizó que los seres humanos (aunque también otras muchas especies) nacemos programados para buscar una madre y quererla. Al igual que las ocas de Lorenz o los macacos de Harlow, los humanos nacemos a la búsqueda de una figura materna con la que establecer un profundo vínculo emocional y afectivo. La función de esta conducta sería asegurar que entre la madre y la cría se establezca el lazo necesario que permita la supervivencia del recién nacido; sin este lazo, sin este firme deseo de cercanía, protección y cuidados, la cría tendría pocas probabilidades de subsistir, especialmente en especies que nacen tan inmaduras como el ser humano.
Pero yendo más allá, y siguiendo algunas de las conclusiones de Spitz (que observó que los niños privados de la madre durante muchos meses perdían su capacidad de relación social normal) o de Harlow (que probó exactamente lo mismo con los macacos), Bowlby afirmó que la importancia de este vínculo era tal que su carencia o debilidad podía tener gravísimas consecuencias psicológicas en la edad adulta. Gracias a su trabajo con jóvenes delincuentes pudo confirmar que las malas prácticas de maternaje eran un denominador común en las conductas desadaptadas de l@s jóvenes delincuentes; así, l@s niñ@s que habían sido tratados con frialdad, desprecio o violencia, se convertían en adultos inestables, agresivos e insociables. Fenómeno que también podía verse en aquell@s otr@s que habían sido separad@s tempranamente de la madre o habían crecido en alguna institución fría e impersonal como un hospicio u orfanato.
En realidad, esta última conclusión de Bowlby estaba confirmada por los experimentos de Harlow: Los monitos crecidos sin una madre amorosa se convertían en adultos inseguros, agresivos, inestables y violentes. Para Bowlby, la sociedad estaba replicando a gran escala, y con seres humanos, las crueles prácticas que Harlow infringía a sus pequeños macacos. Y consecuentemente, los resultados eran los mismos.
Sin embargo Bowlby fue más allá y afirmó que estas malas prácticas de maternaje (la frialdad, el desdén, la violencia o el abandono) se transmitían de generación en generación como una especie epidemia social; así, l@s niñ@s crecidos en un ambiente sin amor se convertían en adultos que replicaban esas pautas, siendo padres o madres poco afectuosos, distantes o agresivos.
Concluyendo: Quieran mucho a sus bebés… salvo si quieren adultos desequilibrados
La Teoría del Apego afirma, entre otras cosas, que el vínculo temprano establecido entre un bebé y su madre es fundamental para el desarrollo psicológico de la persona. Así, l@s niñ@s que tienen una figura de apego accesible, amorosa y estable, aprenden que el mundo es un lugar seguro, cálido y afectuoso; crecen con menos miedo, son más segur@s, pacífic@s y estables emocionalmente. L@s niñ@s que no tienen una figura de apego o ésta se comporta de forma fría, inaccesible o errática, aprenden que han llegado a un lugar sumamente peligroso y hostil. Crecen por tanto siendo más insegur@s y desconfiad@s, y se convierten en adult@s inestables, miedos@s o agresiv@s.
La teoría del apego ha generado tal volumen de investigación que sería imposible resumirla en pocas líneas; sin embargo hoy en día casi nadie discute el valor del cariño físico, la importancia de establecer tempranamente un firme vínculo afectivo con los bebés y la relevancia que todo ello tiene en la salud mental de la vida adulta.
Es probable que tras leer este artículo usted sienta y piense que no hacía falta tanta investigación para acabar concluyendo algo tan evidente; el propio Harlow afirmó que sus investigaciones con macacos no habían aportado ningún conocimiento que no estuviera ya en el acerbo popular y el sentido común. Sin embargo, desgraciadamente, las sociedades en algunas ocasiones se apartan tanto del sentido común y los individuos nos alejamos tanto de nosotr@s mism@s que afirmar lo obvio se convierte en toda una aventura científica.
Manuel Vitutia Ciurana.
De la frialdad al cariño. Breve historia del sentido común.
¿Es aconsejable dar muestras de afecto a nuestros bebés? ¿Qué relación existe entre el cariño materno recibido durante la infancia (o su ausencia) y el equilibrio psicológico en la edad adulta? Hoy en día casi nadie duda de la importancia crucial que el afecto y el contacto físico entre la madre y el bebé tienen para el desarrollo físico y emocional de l@s niñ@s, pero esta visión contemporánea no siempre ha sido la dominante.
Durante los siglos XVIII, XIX y hasta la primera mitad del siglo XX, la idea imperante en los círculos médicos occidentales era que un excesivo contacto físico con el bebé resultaría perjudicial para su desarrollo. La opinión más extendida era que el cariño y el afecto producirían niñ@s débiles, sin voluntad y enfermiz@s. Adicionalmente, si el bebé era varón se afirmaba con rotundidad que el amor materno le convertiría en un afeminado. En realidad esta doctrina se sustentaba en las normas sociales victorianas y en la moral religiosa cristiana, ambas sumamente patriarcales y represivas con el afecto y la intimidad física. Como es evidente, no había nada de empírico ni de científico en estos postulados.
Para cualquier naturalista del siglo XVIII o XIX era evidente que el contacto afectuoso entre una madre y su cría es un hecho constante en infinidad de especies, alcanzando su punto máximo entre los mamíferos. De igual forma, los viajeros, exploradores o misioneros, habían constatado que en muchísimas culturas no occidentales, el contacto entre las madres y sus hij@s era más frecuente, más afectuoso y más prolongado en el tiempo que en occidente, sin que ello hubiera debilitado o arruinado la especie. Sin embargo, ninguna de estas evidencias iba a ser tenida en cuenta por quienes consideraban al Hombre Blanco como creado a imagen y semejanza de Dios y completamente ajeno al resto de razas humanas y especies animales. O dicho de forma más clara: Por encima de ellas.
Siguiendo esta ideología, la educación y crianza de l@s niñ@s se desligó de cualquier aspecto emocional o afectivo. Las instituciones de enseñanza, los hospicios o los pabellones pediátricos de los hospitales se diseñaron para cubrir las necesidades de alimento, higiene, disciplina e instrucción de l@s pequeñ@s. Socialmente se reprobaba dar muestras de cariño a los bebés y entre las clases acomodadas era frecuente que los padres y madres jamás tocaran a sus hij@s y encargaran todas las tareas de cuidado a las amas de cría. Éstas eran aleccionadas para no echar a perder a l@s niñ@s, con demasiadas caricias o atenciones.
Durante la primera mitad del siglo XX, surgieron dos teorías psicológicas irreconciliables que dominaron el panorama académico: El psicoanálisis y el conductismo. Pero por motivos diferentes, ninguna de las dos estaba en situación de cambiar mucho las cosas.
Psicoanálisis: La represión es el objeto de la educación
El psicoanálisis, por un lado, hundía sus raíces ideológicas en la moral victoriana y patriarcal vienesa del siglo XIX, y a pesar de sus postulados escandalosos en cuanto a las motivaciones humanas, no llegaba con intención de variar las pautas educativas, el papel de la mujer, ni las concepciones del maternaje.
Uno de los postulados centrales del primer psicoanálisis, el de Freud, era que l@s niñ@s tienen profundos instintos y sienten violentos deseos sexuales que dirigen hacia sus progenitores. Esta sexualidad infantil no podía entenderse cualitativamente como la sexualidad adulta, sino más bien como un impulso hacia la satisfacción física centrada en los distintos procesos corporales (como la alimentación o la evacuación); sin embargo, la imagen de un bebé con fuerte impulso sexual, que alberga sentimientos de atracción hacia uno de los progenitores y de furiosos celos hacia el otro (complejos de Edipo y Electra), no iba a ayudar mucho en la legitimación moral de patrones de crianza centrados en el contacto físico y el afecto. ¿Quién se sentiría cómod@ abrazando a un hijo o hija que cree que le odia o le ama de forma cuasi-erótica o teme ser castrado como castigo por sus incestuosos deseo? Y es más ¿sería esto conveniente? ¿Y apropiado? ¿Y moral?
El psicoanálisis supuso una profunda revolución sobre la visión del ser humano cuyos ecos alcanzaron todas las facetas culturales, desde el arte hasta la filosofía, pero en el campo de la educación y la crianza su posición fue obstinadamente conservadora. Aunque Freud nunca articuló una teoría unitaria y coherente sobre la educación y la crianza, sí expuso su opinión al respecto a lo largo de toda su obra. Especialmente reveladora es su libro: Cinco Psicoanálisis. Caso del pequeño Hans. Análisis de la fobia de un niño de cinco años. Para Freud, la principal función de la educación era la represión de los instintos del niño o la niña y su ajuste al principio de realidad. Para él, existen dos fuerzas a tener en cuenta en la acción educativa: La dimensión natural o biológica del bebé (que busca satisfacer sus instintos y necesidades, buscar el placer y escapar del dolor) y la dimensión social o limitadora (que tiene que reprimir al niño o niña para hacerlo encajar en los patrones sociales y morales).
Para Freud, por tanto, la principal función de la educación era impedir la expresión de las tendencias espontáneas y libres del bebé, y para ello el método más valioso es la prohibición. La prohibición alcanza para el psicoanálisis el estatus de esencia de la acción socializante. De esta forma, la represión no es algo anexo o colateral en la educación, sino su centro, su razón de ser. Y en lugar de atribuir a la crianza y a la educación la función de ayudar, facilitar o guiar en el desarrollo y maduración del ser humano, le asigna un papel estrictamente disciplinario: Poner límites, reprimir los deseos y castigar por las infracciones son el camino que llevará a conseguir un ser humano debidamente reprimido y adaptado a la moral y costumbres de la sociedad.
Con este trasfondo ideológico, las muestras de cariño y afecto pasan a ser conductas indeseables a reprimir. Puesto que la función educativa es coartar los impulsos y fuentes de satisfacción naturales del bebé, y en vista de que el mayor impulso y fuente de satisfacción de un recién nacido es buscar el amor y la ternura de su madre, es precisamente ese tipo de conductas el que debe ser reprimido con contundencia. Satisfacer al bebé en su búsqueda de cariño y cercanía física le alejaría del principio de realidad y crearía a un ser humano inadaptado a la estricta moral victoriana de la época.
Sin embargo, un discípulo de Freud llamó la atención sobre un hecho preocupante.
René Spitz: “¡Devuelvan el bebé a su madre!”
René Spitz era un médico de origen austriaco que tras conocer a Freud y formase como psicoanalista, desarrolló una importante carrera profesional a lo largo de varios países. Uno de los intereses centrales de Spitz era la infancia, concretamente el primer año de vida, y los factores que incidían en el desarrollo emocional y afectivo de los bebés. Él fue el primero que utilizó la observación como método de estudio de la infancia y la aplicó no sólo a niñ@s enfermos, sino también en los que estaban completamente sanos.
Spitz reparó en un hecho que marcó a partir de entonces sus investigaciones: La mortalidad de los bebés hospitalizados que eran separados de sus madres era estadísticamente mucho mayor de la esperada, especialmente cuando l@s niños habían sido ingresados tras haber establecido ya un vínculo afectivo con sus madres. Spitz descubrió que esta mortalidad empeoraba en relación con el cariño o el desprecio impersonal con que las enfermeras trataban a l@s niñ@s. Es decir, por más que los bebés fueran debidamente alimentados, aseados y medicados, si eran tratados fríamente, sin ninguna muestra de afecto, ni siquiera con el tono de voz, la tasa de fallecimientos era anormalmente alta.
Spitz descubrió que los bebés así tratados, mostraban un cuadro similar a la depresión adulta, que incluía pérdida de la expresión facial, desaparición de la sonrisa, completo mutismo, pérdida de apetito, insomnio, pérdida de peso y retardo en las capacidades psicomotoras. Si la separación de la madre era breve (menos de tres meses) los síntomas parecían completamente reversibles: Bastaba con entregar el niño o la niña a su madre para que el cuadro remitiera con rapidez. Sin embargo, si la separación se prolongaba por más tiempo, los síntomas se agravaban, la tasa de mortalidad crecía y las consecuencias se volvían irreversibles: L@s niñ@s parecían quedar completamente incapacitados de forma permanente para entablar vínculos afectivos apropiados, limitación que no remitía tras la salida del hospital, ni en los años siguientes.
Spitz llamó a este síndrome, Hospitalismo y su investigación supuso una seria advertencia acerca de la importancia del vínculo afectivo entre la madre y su criatura. Una vez que el vínculo se había formado, una ruptura prolongada de éste era virtualmente fatal: Muchos bebés se dejaban literalmente morir y el resto jamás alcanzaba una normalidad psico-afectiva.
El amor de la madre era un puntal sobre el que descansaba la salud mental adulta.
Los trabajos de Spitz llamaron fuertemente la atención en círculos médicos y psicológicos y muchas instituciones hospitalarias cambiaron radicalmente el trato que daban a l@s niñ@s ingresados. Al mismo tiempo, la obra de Spitz fue el germen del que nacería, más adelante, la moderna concepción de apego.
Conductismo: Las máquinas no necesitan amor
El conductismo, a diferencia del psicoanálisis, no surgió de los salones de la alta burguesía y aristocracia vienesa, sino de los laboratorios de experimentación médica. El precursor de esta corriente fue el fisiólogo ruso Ivan Pavlov, Premio Nóbel de Medicina en 1904, que durante sus estudios sobre el sistema digestivo se topó con un hecho curioso: Los perros con los que estaba experimentando comenzaban a segregar saliva en cuanto veían a los investigadores que habitualmente les alimentaban. Pavlov, en su célebre serie de experimentos, demostró que podía conseguir que los perros comenzaran a salivar ante cualquier estímulo que se hubiera asociado a la comida, tales como campanillas, luces, timbres o metrónomos. A raíz de este descubrimiento fue surgiendo toda una teoría sobre la conducta, fuertemente marcada por la idea de que la asociación entre estímulos y la utilización de recompensas o castigos era el elemento principal para comprender y modificar el comportamiento humano.
Nacido de los laboratorios, el conductismo rechazó con virulencia cualquier disciplina, acercamiento, conocimiento o método que no se adaptara férreamente al paradigma experimental. Debido a esta limitación, muchas dimensiones humanas quedaron fuera del foco de investigación. Siguiendo la tesis de que sólo los comportamientos observables y medibles en el laboratorio podían ser objeto de estudio, el conductismo más ortodoxo negaba la importancia de los pensamientos o el lenguaje en la explicación de la conducta humana. Semejante punto de partía convertía al ser humano en una especie de máquina respondiente programable, lo que aplicado al tema de la crianza podía resumirse así: Lo único que se necesita para criar y educar a un ser humano equilibrado es cubrir todas sus necesidades biológicas, controlar los estímulos a los que se le expone y dispensarle las recompensas y castigos adecuados para que su conducta se ajuste a lo deseado. El mayor psicólogo conductista de todos los tiempos B. F. Skinner, llegó a rechazar el término psicólogo y se autocalificó como Ingeniero del Comportamiento.
El cariño, la atención y el afecto adquirían así un papel meramente instrumental, es decir, que podían ser utilizados como recompensas en la programación de la conducta. Su papel no era ni mucho menos central y la capacidad de estos para modificar la conducta siempre sería menor que la de la comida o el agua. El cariño entre una madre y su cría (humana o no) había pasado a convertirse en un medio para moldear la conducta; no era un fin en sí mismo.
Aunque el conductismo en ningún momento negó explícitamente la importancia del afecto en la crianza, y desde luego jamás afirmó que el contacto con los bebés fuera pernicioso, su interés estaba muy alejado de estos asuntos. Sin embargo esto no evitó que los problemas comenzaran a llegarle desde otras disciplinas, como la zoología o la etología, que estudia el comportamiento espontáneo de los animales en su hábitat natural.
Una de las tesis centrales del conductismo era que todas las conductas, sin excepción, eran aprendidas; O dicho de otra forma, que no había nada innato en el ser humano, nada que no pudiera ser moldeado por la crianza; los bebes nacían como pizarras en blanco sobre la que podía escribirse cualquier cosa, conforme a las Leyes y Ecuaciones descritos por la naciente Psicología del Aprendizaje: La conducta podía ser modificada, tanto en seres humanos como en animales, lo que permitía que una rata pudiera ser entrenada para pulsar una palanca dispensadora de comida y que un niño pudiera ser educado como si fuera barro fresco.
John B. Watson, el psicólogo norteamericano fundador del conductismo, lo expresaba de forma contundente en uno de sus pasajes más célebres:
“Dadme una docena de niños sanos para que los eduque, y yo me comprometo a elegir uno de ellos al azar y adiestrarlo para que se convierta en un especialista de cualquier tipo que yo pueda escoger -médico, abogado, artista, hombre de negocios e incluso mendigo o ladrón- prescindiendo de su talento, inclinaciones, tendencias, aptitudes, vocaciones y raza de sus antepasados.”
“Psychology as the behaviorist views it”. John B. Watson
La frase era desde luego una exageración y el propio Watson así lo reconocía; sin embargo sí es una buena muestra del optimismo que los conductistas sentían con su capacidad para explicar y modificar el comportamiento humano. Por primera vez, la psicología se sentía en disposición de formular las Ecuaciones Generales de la Conducta, algo así como las Leyes de Newton que regían el mundo de la Física.
Sin embargo, este optimismo simplificador pronto se toparía con la compleja realidad. Al adoptar como premisa teórica que todos los comportamientos eran aprendidos, es decir, que toda conducta se aprendía tras el nacimiento, el conductismo cerraba los ojos ante multitud de hechos que contradecían radicalmente este postulado.
La impronta: Konrad Lorenz y sus hijos los patitos
Cualquiera que haya contemplado el nacimiento de un ternero habrá comprobado que no necesita ser enseñado por nadie para poder encontrar la ubre de su madre; tampoco una cría de macaco rhesus requiere de ningún aprendizaje para agarrarse con firmeza al cuerpo de la madre y no soltarse de ella, pase lo que pase. De la misma forma, los pollos de codorniz recién salidos del huevo se están completamente quietos y agazapados en el terreno, sin que nadie les haya explicado que eso es lo más conveniente para su supervivencia. Hay una multitud de ejemplos, pero un caso concreto sacudió los pilares del conductismo.
Konrad Lorenz era un zoólogo y etólogo austriaco que desde niño había sentido fascinación por los patos, los gansos y las ocas. Aunque inició su formación en medicina, dedicó la mayor parte de su vida a estudiar el comportamiento de los animales en su hábitat natural. Lorenz, como tantas personas antes y después que él, había observado que los pollitos de estas aves nada más romper el cascarón, echan a andar detrás de la madre. La imagen de una hilera de pequeñas ocas siguiendo a la madre oca es probablemente familiar para todo el mundo; pero Lorenz reparó en que cuando los gansos, patos u ocas, no encontraban a la madre al nacer, seguían a la primera figura que encontraran, con tal que fuera más grande que ellos y se moviera. Así, el propio Lorenz se convirtió en la madre de muchas generaciones de patitos.
Las imágenes del Konrad Lorenz seguido por una hilera de gansos u ocas recién nacidos son célebre en los manuales de psicología y etología; también aquellas en las que aparece trabajando en su despacho y rodeado de multitud de patos adultos; o aquellas otras en las que nada en un lago mientras algunas ocas lo hacen a su alrededor: Una vez que los pollitos habían establecido el vínculo con él mostraban una tendencia inquebrantable a seguirle allí donde fuera. Lorenz llamó a este fenómeno Impronta e hipotetizó que tenía un importante valor adaptativo: Para poder sobrevivir, lo mejor que puede hacer un patito recién nacido seguir a su madre. Y ya que la madre será probablemente la primera figura en movimiento que vean, la programación genética está orientada hacia ello: Seguir a la primera figura en movimiento que ven al nacer.
Los trabajos de Lorenz agrietaron seriamente la idea de que toda conducta es aprendida: ¿Quién enseñaba a los patos a seguir a su madre por el campo? ¿Quién enseñaba a las ocas a seguir a Lorenz hasta su despacho? El concepto de impronta, entendida como un vínculo entre la madre y su cría, entraba en colisión directa con los postulados conductistas. Y a medida que fueron acumulándose las investigaciones y los experimentos de los etólogos, fue más innegable que había conductas que no eran aprendidas, sino innatas.
El apego, la búsqueda de cercanía y contacto físico entre una madre y su cría, era una de ellas y tenía un importante valor de supervivencia. Este hecho, unido a los trabajos de René Spitz en las maternidades, sugería que el cariño en el proceso de crianza no sólo es lo natural y deseable, sino lo necesario.
Harry Harlow: ¿Qué prefiere un monito, comida o cariño?
¿Qué prefiere una cría de monito? ¿Leche en abundancia o una madre suave y cálida a la que abrazar? Y más aún ¿cómo les afectaría a los monitos recién nacidos el ser privados de su madre?
Entre los años cincuenta y sesenta, dos psicólogos estadounidenses formados en los paradigmas teóricos del conductismo, Harry Harlow y Margaret Harlow de la Universidad de Wisconsin, llevaron a cabo una serie de experimentos encaminados a dilucidar la importancia del contacto físico entre madre y cría, el contacto social con otros miembros de la especie y sus efectos sobre el comportamiento adulto. Descontentos con algunas de las explicaciones de la psicología del aprendizaje conductista y estando al corriente de los trabajos de Spitz, Lorenz y de los autores británicos que comenzaban a formular las Teorías del Apego, el matrimonio Harlow diseñó un paradigma experimental en el que exponían a pequeños macacos rhesus a distintos tipos de crianza
Un grupo de monitos fue apartado de sus madres nada más nacer y criado durante 3 meses sin tener ningún contacto con ningún miembro de su especie. Su única compañía eran las llamadas madres sustitutas. Las madres sustitutas eran muñecos de alambre o felpa, con un cierto parecido en tamaño y forma a una hembra de rhesus. Algunas de estas madres sustitutas proveían alimento a través de un biberón insertado a la altura de lo que sería el pecho.
Cuando pasados esos 3 meses los monitos eran introducidos junto con macacos criados con sus madres, los bebes aislados sufrieron problemas severos de adaptación, mostraron dificultad para entablar relaciones sociales con sus congéneres y algunos murieron al negarse a ingerir alimento; sin embargo, en general, la mayoría acababa por adaptarse.
Muy diferente era el resultado cuando el aislamiento duraba más tiempo. En este caso las consecuencias en los monitos eran devastadoras. Los monitos que estuvieron 6 meses privados del contacto materno real nunca llegaron a tener un comportamiento normal: Se mantenían siempre aislados, no eran capaces de jugar con otras crías y hacían gestos extraños, como abrazarse a si mismos y dar muestras de un terror exagerado ante hechos no amenazantes. Cuando llegaban a la adolescencia estos monos eran mucho más agresivos y asustadizos, mostrando toda su vida un comportamiento más inestable, violento e impredecible.
Cuando el aislamiento alcanzaba los 12 meses (el equivalente a 6 años en un bebé humano), los monos, sencillamente, no interaccionaban jamás con el resto de miembros de su especie. Su comportamiento en general oscilaba entre los síntomas humanos de la depresión (tristeza, poca actividad, nulo contacto social…) y la esquizofrenia (posturas extrañas, mirada perdida, conductas estereotipadas y en ocasiones comportamiento claramente psicóticos, como asustarse de sus propias manos o pies a las que acababan por morder).
A medida que avanzaban los experimentos, los investigadores descubrieron que la conducta y esperanza de adaptación de los monitos era diferente en función del tipo de madre sustituta que hubieran tenido. Los monitos que se habían criado con una madre de alambre eran más inestables, agresivos y reacios al contacto social; las crías que habían tenido una madre sustituta de felpa tenían mejor pronóstico: Eran menos agresivas y temerosas, se adaptaban mejor al contacto con los miembros de su especie y, en general, su grado de alteración era menor.
En vista de ello, el matrimonio Harlow decidió dar a las crías la oportunidad de elegir el tipo de madre sustituta, introduciendo en las jaulas una madre de alambre con biberón en el pecho y otra de felpa que no daba ningún tipo de alimento. Si las teorías conductistas eran correctas, los monitos deberían mostrar más interés por las madres de alambre (con leche) que por las de felpa (sin comida). Esto sería así cumpliendo las leyes de la psicología del aprendizaje, según las cuales un estímulo que da algún tipo de refuerzo (como una malla de alambre con un biberón) se convertiría para los monitos en favorito frente a otro estímulo sin ningún refuerzo (un muñeco de felpa que no provee de comida). Por el contrario, si las observaciones y teorías provenientes de etólogos como Lorenz o de testimonios como los de Spitz eran los correctos, los pequeños rhesus preferirían a las madre de felpa aunque no les proveyeran de comida. Esto sería así suponiendo la existencia de un vínculo de apego innato de los monitos hacia sus madres; y, en caso de no existir madre real, como en el caso de los patitos de Lorenz, hacia cualquier figura que tuviera algún tipo de parecido con ellas: Suaves, cálidas y abrazables.
Los resultados no dejaron lugar a dudas: Los monitos preferían a las madres de felpa, se agarraban a ellas y pasaban así la mayor parte del tiempo; únicamente se alejaban de ellas para mamar del biberón de la madre de alambre. Y en muchos casos posponían el momento de ir a comer, preferían comer menos y hacían malabarismos para acercar la boca hasta la tetina sin soltarse de la madre de felpa. Cuando los Harlow privaron a los monitos de sus madres de felpa, estos cayeron en el mismo estado que Spitz había descrito en los pabellones pediátricos: L@s pequeñ@s se hundían en un estado de absoluta angustia, abandono y depresión.
Llegando aún más lejos, los Harlow decidieron estudiar los efectos en una segunda generación de macacos y el descubrimiento resultó aún más inquietante: Cuando las hembras que habían crecido sin madre se convirtieron ellas mismas en madres, se comportaron de forma fría con sus crías, aunque esta afirmación se queda extremadamente corta para lo que realmente sucedió: Las madres abandonaban físicamente a l@s pequeñ@s, los ignoraban, no los alimentaban, los agredían, mordían y golpeaban contra el suelo de la jaula y en muchas ocasiones llegaron a matarlos. Huelga decir que los l@s monit@s supervivientes de estas madres también se convertían después en adultos violentos, insociables, trastornados y terroríficos progenitores.
Las conclusiones eran evidentes: Para los monitos era más importante el amor maternal que la comida; incluso aunque ese amor maternal fuese en realidad un muñeco de felpa. Y, cuando ese amor faltaba, los monos adultos se convertían en insociables, violentos, inestables y temerosos.
La Teoría del Apego: John Bowlby, el niño infeliz que se puso manos a la obra
John Bowlby tenía buenos motivos para interesarse por la felicidad de los niños. Había nacido en el Londres de principios de siglo, en el seno de una familia adinerada y aristocrática que seguía las pautas educativas de su época y clase social: El pequeño John sólo tenía contacto con su madre una hora al día, después de la hora del té; su educación y cuidados corrían a cargo de una niñera que, cuando John tenía cuatro años de edad dejó de trabajar para la familia, provocándole el mismo dolor que hubiera causado la pérdida de una madre. Para empeorar las cosas a los siete años ingresó en un internado, lo que acabó por marcar su personalidad y su interés por el sufrimiento de la infancia.
John Bowlby estudió psicología y medicina y orientó toda su carrera hacia el estudio del desarrollo emocional en l@s niñ@s, centrándose especialmente en aquellos menores difíciles, delincuentes o que mostraban problemas de adaptación. Encontró que había un patrón común que podía seguirse en las observaciones de Spitz sobre el Hospitalismo, en los reveladores experimentos de Harlow y en los estudios que iban llegando cada vez con más frecuencia del campo de la etología. Especialmente importante para él fue la obra de Lorenz, que le orientó en lo que sería su mayor aportación al campo de la psicología: La Teoría del Apego. Sin embargo, Bowlby también se guió por su propia experiencia como niño profundamente carente de afecto, con sus estudios sobre menores desadaptados y con sus observaciones acerca del sufrimiento de los niñ@s que eran hospitalizados a edades muy tempranas.
Siguiendo todas estas influencias y experiencias, hipotetizó que los seres humanos (aunque también otras muchas especies) nacemos programados para buscar una madre y quererla. Al igual que las ocas de Lorenz o los macacos de Harlow, los humanos nacemos a la búsqueda de una figura materna con la que establecer un profundo vínculo emocional y afectivo. La función de esta conducta sería asegurar que entre la madre y la cría se establezca el lazo necesario que permita la supervivencia del recién nacido; sin este lazo, sin este firme deseo de cercanía, protección y cuidados, la cría tendría pocas probabilidades de subsistir, especialmente en especies que nacen tan inmaduras como el ser humano.
Pero yendo más allá, y siguiendo algunas de las conclusiones de Spitz (que observó que los niños privados de la madre durante muchos meses perdían su capacidad de relación social normal) o de Harlow (que probó exactamente lo mismo con los macacos), Bowlby afirmó que la importancia de este vínculo era tal que su carencia o debilidad podía tener gravísimas consecuencias psicológicas en la edad adulta. Gracias a su trabajo con jóvenes delincuentes pudo confirmar que las malas prácticas de maternaje eran un denominador común en las conductas desadaptadas de l@s jóvenes delincuentes; así, l@s niñ@s que habían sido tratados con frialdad, desprecio o violencia, se convertían en adultos inestables, agresivos e insociables. Fenómeno que también podía verse en aquell@s otr@s que habían sido separad@s tempranamente de la madre o habían crecido en alguna institución fría e impersonal como un hospicio u orfanato.
En realidad, esta última conclusión de Bowlby estaba confirmada por los experimentos de Harlow: Los monitos crecidos sin una madre amorosa se convertían en adultos inseguros, agresivos, inestables y violentes. Para Bowlby, la sociedad estaba replicando a gran escala, y con seres humanos, las crueles prácticas que Harlow infringía a sus pequeños macacos. Y consecuentemente, los resultados eran los mismos.
Sin embargo Bowlby fue más allá y afirmó que estas malas prácticas de maternaje (la frialdad, el desdén, la violencia o el abandono) se transmitían de generación en generación como una especie epidemia social; así, l@s niñ@s crecidos en un ambiente sin amor se convertían en adultos que replicaban esas pautas, siendo padres o madres poco afectuosos, distantes o agresivos.
Concluyendo: Quieran mucho a sus bebés… salvo si quieren adultos desequilibrados
La Teoría del Apego afirma, entre otras cosas, que el vínculo temprano establecido entre un bebé y su madre es fundamental para el desarrollo psicológico de la persona. Así, l@s niñ@s que tienen una figura de apego accesible, amorosa y estable, aprenden que el mundo es un lugar seguro, cálido y afectuoso; crecen con menos miedo, son más segur@s, pacífic@s y estables emocionalmente. L@s niñ@s que no tienen una figura de apego o ésta se comporta de forma fría, inaccesible o errática, aprenden que han llegado a un lugar sumamente peligroso y hostil. Crecen por tanto siendo más insegur@s y desconfiad@s, y se convierten en adult@s inestables, miedos@s o agresiv@s.
La teoría del apego ha generado tal volumen de investigación que sería imposible resumirla en pocas líneas; sin embargo hoy en día casi nadie discute el valor del cariño físico, la importancia de establecer tempranamente un firme vínculo afectivo con los bebés y la relevancia que todo ello tiene en la salud mental de la vida adulta.
Es probable que tras leer este artículo usted sienta y piense que no hacía falta tanta investigación para acabar concluyendo algo tan evidente; el propio Harlow afirmó que sus investigaciones con macacos no habían aportado ningún conocimiento que no estuviera ya en el acerbo popular y el sentido común. Sin embargo, desgraciadamente, las sociedades en algunas ocasiones se apartan tanto del sentido común y los individuos nos alejamos tanto de nosotr@s mism@s que afirmar lo obvio se convierte en toda una aventura científica.
Me ha parecido un comentario muy interesante e inspirador para todas las personas mayores y para los no tan mayores que en muchos casos se dedican al cuiado de personas ancianas tanto en sus domicilios como en residencias geriátricas se crean autolimitaciones. Creo que la lectura de su texto les podría ayudar mucho. Sugerir que el cariño puede tener una base genética aporta toda una nueva dimensión. Gracias.
ResponderEliminarGracias Josep de Martí. Precisamente, el afecto es la base principal de mi trabajo con personas mayores desde más de 20 años. Y así, lo enseño en los cursos de formación para las personas que quieran dedicarse a trabajar con 3ª edad. Lo puedes ver también en artículos míos publicados en este blog.
EliminarMe hecho seguidor de tu blog, y de tu Facebook. Seguiremos en contacto. Muchas gracias de nuevo. Saludos. Joaquín Benito Vallejo